En un espacio que acepte tratar cuestiones propias al uso especulativo de la razón pura, o a lo sumo evocar algunos de dichos tratamientos, de caracter célebre en ocasiones, no podría privarse el volcar la atención sobre aquél otro uso de la razón que, en su unión con aquél, tiene -según se dijo- la supremacía. Así, comencemos por esta pregunta:
¿Qué es el imperativo -si es que lo hay- y para quién?
Con esta pregunta, aludimos desde luego al concepto de Kant, que es definido en el primer parágrafo de su Crítica dedicada al asunto. La cuestión es más o menos como sigue. El imperativo es una regla práctica, aunque no toda regla práctica es un imperativo. Toda regla de este tipo es un «producto de la razón que prescribe la acción como medio para la realización de un propósito».
Pero conviene distinguir tales reglas de las máximas subjetivas, es decir, principios prácticos cuyo motivo no es, no proviene, de la razón pura. Así,el conjunto de los principios prácticos se subdivide en máximas subjetivas y leyes prácticas objetivas (si las hubiere). Evidentemente, los imperativos integran el conjunto de estas últimas.
El primer ejemplo usado por Kant para diferenciar ambas cosas, es el siguiente: si alguien se propone no tolerar ofensas sin venganza lo que lo determina es una máxima, más no una ley práctica.
El imperativo, pues, se diferencia de todas aquellas máximas subjetivas en que no puede estar fundado sino en razones prácticas puras, lo que lo hace valer objetivamente. Pero no por ser fundado así lo que determine la voluntad de un ser racional se llama imperativo, sino que solo es así si sucede que para tal ente no sea sólo la razón capaz de determinarlo.
A su vez, hay distintos imperativos. Los hipotéticos «determinan las
condiciones de causalidad del ente racional como causa eficiente sólo
respecto del efecto» mientras que lo categóricos «determinan solamente
la voluntad» o sea, sin importar las consecuencias. Sólo estos últimos
merecen ser llamados leyes, según lo observa Kant.
Sin duda los ejemplos apuntan a iluminar estas observaciones. No podría tomarse por ley -asegura Kant- al precepto que ordena trabajar y ahorrar para no morir de
hambre en la vejez, caso en que la voluntad se refiere a otra cosa, deseada
supuestamente por ella (es decir, no incondicionalmente); apetecer éste último que corre por cuenta del que ahorra, pues «no sea que además del patrimonio adquirido» por sí prevee otras fuentes de ayuda, «o que no espere llegar a viejo», o que piense que «sabrá pasarla mal». mientras que no halla condición alguna para la regla que ordena «no prometer nunca en falso» lo cual «sólo afecta a su voluntad», y por tanto le parece que sea un impertivo y, además categórico.
El lector habrá notado ya que el núcleo de la cuestión está en si es una
facultad de la razón pura ésta la de determinar la voluntad. Kant cree que sí, y sin eso toda su crítica carecería de sustento. Por mi parte, no quiero extenderme de más con cada una de las disquisiciones y los parajes que delimitan el derrotero de su exposición, pues para eso está la Crítica de la Razón Práctica (que se puede leer y bajar de acá).
Kant se refiere a «la materia de la ley práctica» y a la «mera
forma legislativa de las máximas». Puede parecer un poco paradójico, tal
vez raro, que luego de definir la ley práctica como objetiva y universal,
determinada por la sola razón, se refiera a una materia suya, y que respecto
de las máximas, que denomina como subjetivas al principio, a una mera forma
legislativa. Sin entrar en demasiados detalles, podemos considerar
simplemente el asunto teniendo en cuenta la diferencición más esencial entre
lo puro y lo empírico, y decir que la mera forma legislativa es algo en lo
que no participa lo empírico, mientras que la materia de la lay práctica es
su aspecto empírico. Esto surge pues, como resulta por lo demás evidente,
toda acción, por más puro que sea el prncipio que la determine (lo cual puede
no obstante puede no ser el caso) actúa en un campo empírico, interviene en la naturaleza. Así, la acción moral no es algo que solo permanece en lo puro
inteligible sino que, podríamos decir, se mezcla con lo sensible. Entonces el
tema es, dijimos, el motivo determinante. Y aquí hay un problema, pues ¿cómo es que una voluntad, en comercio con los intereses sensibles, afectada del
placer y del dolor, de la facultad apetitiva, a un cuerpo, en una palabra,
sujeto en apariencia a las leyes de la naturaleza; cómo es que puede
determinarse por un principio puro, como la mera forma de una legislación
racional? Es evidente que sólo una voluntad libre admite todo esto.
Citemos, ya que estamos, del parágrafo 7, la ley fundamental de la razón
práctica pura:
«Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre como
principio de una legislación universal»
En realidad, esto no agrega nada nuevo a lo que dijimos sino que lo resume. Aquí estaría aludido ese principio práctico puro. Esperamos poder ofrecer más adelante mayores detalles en lo referente a cómo argumenta Immanuel este determinismo no empírico de la voluntad que tiene no obstante supremacía sobre el mundo fenoménico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario